La metáfora de Mia Farrow en “La rosa púrpura del Cairo” fue la historia de un país. El cine hizo las veces de contrapreso frente a la Gran Depresión de los años 30. Expulsadas de la vida diaria por la crisis económica, la belleza y la celebración se exiliaron en la pantalla. Estados Unidos necesitaba símbolos capaces de entibiar corazones y Shirley Temple fue uno de ellos. Mientras la realidad se caía a pedazos, los norteamericanos descubrían en los irresistibles mohines de ricitos de oro un pedacito de esperanza. O al menos así lo anhelaban.
La carrera de Temple fue breve, arrolladora, por momentos brutal: rodó 25 películas en seis años. La Fox la exprimió al máximo, aunque terminó pagándole 10.000 dólares semanales. La niña prodigio quiso transformarse en actriz de carácter, pero le faltaba el talento de Judy Garland. Cuando la naturaleza hizo su trabajo el fenómeno Temple quedó congelado en la nena de “La mascota del batallón”. Símbolo de una época, pionera del merchandising (sus muñecas se vendían hasta agotar stock), a Shirley se le terminó el reinado cuando Estados Unidos recuperó la prosperidad. Había hecho muy bien su trabajo.